Son distintos los géneros de cantos litúrgicos. El Señor en cada uno va haciendo un canto nuevo distinto y original.
Narrativo: son cantos con tono suave donde se explica, a modo de relato, la normalidad de la vida, hecha meditación, la historia de salvación que Dios ha trazado con cada uno.
Penitencial: es el canto que implora el perdón por la fragilidad, los pecados, o la resistencia a la Gracia. Uno queda al descubierto ante la luz de Dios, se ve a sí mismo como Dios nos conoce, y puede que haya una nota dominante en la vida de una radical infidelidad a Dios que nos humillado, postrándonos en la miseria y apartando del Señor, y ha hecho que todo sea una súplica de perdón al Dios de la misericordia y el consuelo. Cuando el pecado muerde la carne, entonces pocas son las lágrimas de dolor, no por una transgresión mirada o considerada formalmente, sino por el amor que ha resultado ser ingrato a Dios; lágrimas penitenciales al confrontar la propia vida con un Amor que es misericordioso como nadie y que sabe acoger y curar, mientras que el hombre tiende tantas veces a dejarse arrastrar por las inclinaciones torcidas del corazón. Son lágrimas de arrepentimiento que nacen del amor.
Lamentación: canto de tono grave, compás lento, porque la cruz y su sombra terrible se ha proyectado en la vida haciendo al cristiano participar del misterio de la cruz del Señor, se ha sido crucificado con Cristo y con gritos de dolor se canta al Padre la súplica llorando, pero abandonándose al Padre. Y Cristo lo canta en nosotros. Es canto grave de quien sufre, quien está impedido o enfermo grave, quien no sabe ya a quién acudir porque a nadie tiene, de aquél que experimenta la decepción ante la frialdad de los demás, de quien experimenta el fracaso, de quien injustamente ha sido postergado, humillado, sacrificado públicamente, escarnecido: ¡situaciones de la vida de los hombres, del drama de la historia, entretejida por el pecado y a la vez por tantísima Gracia derramada!
Litánico: es el canto más monótono, pero más bello en su modulación, porque el Señor ha configurado la vida particularmente en la perpetua intercesión reparadora, en expiación, y la vida se ha convertido en un cántico de amor y reparación, en ofrecimiento de todo lo vivido, sentido y sufrido... realizando así el lema más genuinamente contemplativo de Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz de la Orden del Carmelo): “Ante ti, por todos”. Es hermosa la vida de quien -como una letanía- sabe orar con el corazón no por sí mismo y su pequeño mundo, no por sus propias necesidades y preocupaciones, sino quien, con corazón grande, católico, sale de ámbito, dilata su corazón por los espacios de la caridad, y una y otra vez ruega por el mundo, por los demás, por los problemas y angustias de los demás... Hermosa letanía de caridad, de intercesión, de súplica, de reparación amorosa.
Acción de gracias: con fuerza y sonoridad en las notas, compás más alegre y ligero, ritmo alegre y festivo, se le canta al Señor los beneficios recibidos y se aprende a reconocer la gratuidad de Dios, bendiciéndole. Es la mirada agradecida. Y si Dios en nosotros “corona el año con sus bienes” (Sal 64), hemos aprendido a vivir en continua acción de gracias por tanto bueno como el Señor, a lo mejor, nos ha permitido gozar; un período de la vida tal vez más de Resurrección que de Cruz, o de Cruz asumida e iluminada ya por la Pascua donde se le encuentra sentido redentor a esa Cruz. La Eucaristía, que es la mejor pedagogía o escuela de oración, enseña a orar e inculca la acción de gracias en el corazón de los hijos de la Iglesia. Falta a veces la delicadeza del amor de entonar una acción de gracias a Dios, del reconocimiento admirativo y lleno de estupor ante tantos bienes, ante tanta Gracia, ante tanta Bondad de Dios en la propia vida. Cantar un canto o himno de acción de gracias bien podría ser expresión de algo mucho más constante y asiduo en la vida creyente: saber dar gracias al Señor, vivir en constante acción de gracias a Dios por lo grande y lo pequeño, por aquello que se reconoce una irrupción de su Gloria en la vida o por aquello pequeño, discreto, constante, que cada día se posee (y a veces ni ser percibe como don). Es aquello que preguntaba el salmista prorrumpiendo en admiración: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 115).
Himno: Género mucho más solemne, en sus acordes, en su compás, en las notas y modulación de voz, que llena el alma, que es propio de la expresión contemplativa, donde se mira sólo a Dios y sus promesas y siempre se acaba en una doxología trinitaria, aunque suele incluir alguna petición en el cuerpo del himno. El himno canta la grandeza de Dios, sólo a Dios, su belleza, su majestad... El himno como tal remite a una existencia que se ha vuelto por completo a Dios y no es una naturaleza curva (que diría S. Bernardo), inclinada siempre hacia sí misma, mirándose a sí misma. El himno sólo sabe mirar a Dios sin cansarse jamás de enumerar sus atributos, sus obras, su belleza. Es mirar a Dios por Dios mismo; es alabar a Dios por Él mismo, por lo que Él es amando al hombre, salvando, glorificando, agraciando, santificando. Esto sería lo propio de almas contemplativas, es decir, profundamente enamoradas de Dios, ya sean religiosos en el silencio del claustro o seglares en medio del mundo. Lo propio de quien siente pasión en su alma por Dios, fuego de amor por Jesucristo y no se cansan en su vida, en su oración, en su canto vital, de himnodiar, esto es, de cantar ante Dios las maravillas del propio Dios: sólo el amor le impulsa a tal canto vital.
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