Es auspicioso que crezca constantemente el número de laicos que desean rezar la Liturgia de las Horas.
Este deseo revela una filial adhesión a las orientaciones de la Iglesia, ya que el rezo de las Horas es propuesto a todos los fieles, incluso a aquellos que legalmente no están obligados (LC 8).Pero este deseo quedaría reducido a un gesto de "buena voluntad" si no lo acompaña una correcta comprensión y vivencia espiritual de la identidad propia de la Oración de la Iglesia.
La Oración eclesial - la Liturgia de las Horas - no es "una oración más" entre tantas conocidas.
No se trata de usar unos formularios propuestos por la Iglesia, "a la par" de otros formularios propuestos por múltiples devocionarios.
La Oración de la Iglesia, la Oración litúrgica, la Oración pública y comunitaria de todo el Pueblo de Dios - la Liturgia de las Horas - tiene una identidad propia y exclusiva.
Descubrir esta identidad y "enamorarse" de ella es una meta impostergable para que mientras celebramos el Oficio, reconozcamos en Cristo nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros (LC 8).
Para lograrlo, el punto de partida es distinguir la oración individual (Hay que entender individual, como particular, propia de cada uno) y la oración litúrgica.
La oración individual consiste en el trato íntimo con Dios. Trato de amistad con quien sabemos nos ama, expresa santa Teresa en el libro de su vida, cap. 8, 5, quien añade: estando a solas con quien sabemos nos ama.
Aquí el sujeto de la oración es el individuo, la persona singular. Esta oración es tanto más auténtica cuanto más espontánea brote del corazón. Las fórmulas que ofrecen los devocionarios e incluso las que ha recogido la tradición, procedentes de tantos ilustres santos y autores espirituales, pueden ser útiles, en la medida en que "el corazón" se identifique con ellas, pero nunca son el elemento fundamental.
La oración litúrgica va por otro camino. Su finalidad no es el "coloquio propio" de los participantes con su Dios, sino el diálogo de la Iglesia con su Esposo; del pueblo de la Nueva Alianza con el Padre; de la comunidad santificada por la sangre de Cristo con su Salvador.
Aquí el sujeto de la oración es la comunidad orante que visibiliza a la Iglesia universal: "Cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de la Horas, uniendo sus corazones y sus voces visibilizan a la Iglesia, que celebra el misterio de Cristo" (OGLH 22).
Quién reza la Liturgia de las Horas (aunque lo haga en privado) lo hace en nombre de toda la Iglesia, uniéndose a cuantos dispersos por el mundo alaban, dan gracias y suplican al Señor, y contribuyen de modo misterioso y profundo al crecimiento del pueblo de Dios (OGLH 18).
El cambio de perspectiva es total: ya no rezamos "en nombre propio" sino como "miembros de la Iglesia", Esposa que habla al Esposo, asociando a este divino himno de alabanza a la comunidad entera de los hombres.
Durante siglos y más siglos los fieles han sido estimulados únicamente en la importancia de la oración personal, desconociendo la identidad propia y la finalidad específica de la oración litúrgica ("Distinguir" la oración personal y la oración litúrgica no es "oponerlas": Puesto que la vida de Cristo en su cuerpo místico perfecciona y eleva también la vida propia o personal de todo fiel, debe rechazarse cualquier oposición entre la oración de la Iglesia y la oración personal; e incluso, deben ser reforzadas e incrementadas sus mutuas relaciones (LC 8)).
Este post quiere ayudar a descubrir la identidad propia, "el alma" de la oración litúrgica, llamada hoy, Liturgia de la Horas. El lector ha de darse tiempo y tenerse paciencia. No es posible penetrar la naturaleza específica de la oración eclesial e incorporarse al verdadero espíritu de la Liturgia de las Horas ... "de la noche a la mañana".
El esfuerzo rendirá sus frutos. El orante experimentará que cuando es el Cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su Cabeza, y el mismo Salvador del Cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro. Ora en nosotros por ser nuestra Cabeza. Es invocado por nosotros como Dios nuestro.
Reconozcamos pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros (San Agustín, Comentarios al salmo 85, 1).
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