La asamblea cristiana canta desde sus origenes

La experiencia vital del canto en las asambleas litúrgicas de las comunidades cristianas, ya desde sus orígenes, es un hecho que se refleja no sólo en los escritos del Nuevo Testamento, sino también en otros testimonios de la tradición cristiana primitiva de Oriente y Occidente. Incluso existen alusiones en textos paganos contemporáneos.
Por Clemente Romano sabemos que a finales del siglo I se cantaba ya el Sanctus en la liturgia.

Y, en los albores del siglo II, san Ignacio de Antioquía acude a bellísimas imágenes musicales para exhortar a la unidad y a la comunión que, en el grado más perfecto, se realiza en el culto cristiano y en el canto común de la asamblea: «Vuestro presbiterio venerable, verdaderamente digno de Dios, está armoniosamente concertado con su obispo, como las cuerdas con la cítara; así, en el acorde de vuestros sentimientos y la armonía de vuestro acorde, tomando el tono de Dios en la unidad, cantéis a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que él os escuche y os reconozca por vuestras buenas obras, como las melodías de su Hijo. Así pues, es útil para vosotros permanecer en una inseparable unidad, a fin de participar en todo tiempo de Dios» .

Y en su carta a los Romanos, cuando ya viaja camino del martirio, es uno de los primeros en emplear la imagen del coro, tan repetida por los Padres para describir la comunidad cristiana en la liturgia: «A fin de que, formando un coro por la caridad, cantéis al Padre por medio de Jesucristo». El «coro del Señor» no es la schola, que surgirá más tarde, sino todo el pueblo cristiano reunido para cantar salmos e himnos.
Plinio el Joven, el año 112, en su famosa carta al emperador Trajano, testifica el canto de los primeros cristianos, que «se reúnen antes de amanecer y cantan a Cristo, al que consideran como Dios».

San Justino Mártir, en su Apología dirigida a mediados del siglo II al emperador Antonino Pío, subraya el valor de la alabanza y el canto cristiano frente a los sacrificios materiales: «Porque el solo honor digno de él que hemos aprendido es no el consumir por el fuego lo que por él fue creado para nuestro alimento, sino ofrecerlo para nosotros mismos y para los necesitados y, mostrándonos a él agradecidos, enviarle por nuestra palabra preces e himnos».

San Ireneo (años 110-202) pondera cómo el Espíritu Santo en Pentecostés actúa en la diversidad de gentes y lenguas y las aúna haciéndoles cantar un himno y ofreciéndole así al Padre las primicias de todas las naciones.

A estos testimonios, espigados entre los más antiguos, siguen cada vez más copiosos y expresivos, en aluvión, los posteriores.

Eusebio de Cesarea (265-340) nos informa de manera global con palabras suficientemente expresivas: «A través del orbe del universo, en todas las iglesias de Dios, tanto en medio de las ciudades como en los pueblos y en la campiña, los pueblos de Cristo, reunidos de todas las gentes, cantan himnos y salmos... al único Dios anunciado por los profetas, en alta voz, de tal forma que el sonido del canto puede ser escuchado hasta por aquellos que están fuera del templo».

Los Padres y escritores eclesiásticos aportan su pensamiento cada vez más rico, orientado principalmente a la praxis.
Clemente de Alejandría, Tertuliano, Ambrosio y Agustín, Jerónimo y Orígenes, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo, Nicetas de Remesiana, lsidoro de Sevilla, encomian el canto litúrgico y lo glosan en sus catequesis mistagógicas, homilías y tratados.
La práctica del canto en la liturgia cristiana es una gozosa realidad constante, obvia y natural a la que el pueblo se entrega con entusiasmo fervoroso.

No tuvo la misma acogida el uso de los instrumentos, que, casi en todas partes, durante largo tiempo, fueron rechazados de plano en la Iglesia y su liturgia.

La causa fue su estrecha vinculación inicial con el culto idolátrico y con la inmoralidad del entorno pagano en espectáculos y diversiones. Ya en el judaísmo contemporáneo había cobrado gran fuerza la corriente que desde la primera destrucción del templo y del destierro preconizaba y abogaba por una espiritualización cada vez mayor del culto y de los sacrificios a los que los instrumentos acompañaban.

Hubo de pasar mucho tiempo hasta que, purificados y libres de connotaciones paganas, pudieron entrar en la liturgia sin evocar ya los banquetes orgiásticos, las prácticas encantatorias y mágicas a las que se renunciaba en el bautismo.

Aunque son tan abundantes los testimonios que se refieren a la liturgia cristiana y su canto, nos informan casi exclusivamente de los textos. Casi nada sabemos de las primitivas formas musicales. Por lo que se refiere al Antiguo Testamento, no ha aparecido ni un fragmento musical hebreo anterior a la época cristiana. La Biblia no describe ni el estilo ni el sistema ni siquiera con suficiente detalle los varios instrumentos.

El primer canto de la Iglesia nace en un entorno de doble influencia verosímil: la civilización grecorromana, con la música doméstica de los patricios, intermedia entre la más sofisticada del teatro y la popular. Y primordialmente la tradición bíblica judeo-oriental, con referencias a la culturas egipcia, siria y hebrea.

La liturgia sinagogal, casi toda ella cantilada: Palabra, oración, salmos, ha dejado honda huella. Sobre todo las grandes vigilias cristianas fueron tiempos privilegiados para el desarrollo de distintas formas musicales, por ejemplo para los salmos, que eran coreados por todo el pueblo, se utilizó primero el modo responsorial, con estribillos de la asamblea que se repiten en cada estrofa.
Más tarde fue introducido en Occidente por san Ambrosio de Milán el modo antifonal, a dos coros, que alternan estrofas o versículos.

La actitud global y la práctica de la Iglesia primitiva para con el canto y la música son de una originalidad, apertura y prudencia admirables, que resultan de lo más moderno.
Si los griegos distinguían entre la buena música que eleva y la mala que corrompe, la Iglesia, siempre sobre la base original del culto en espíritu y en verdad, aplica su discernimiento pastoral buscando no una música en sí misma, sino una música para el culto, de noble sencillez, para que el pueblo la pueda cantar.

Nada extraño que el Concilio Vaticano II, siguiendo esa tradición originaria y volviendo a las fuentes, nos diga que: «El canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte esencial e integral de la liturgia solemne» (Sacrosanctum Concilium 112)

Hoy la Iglesia nos repite insistentemente la invitación a cantar, dándole al canto de la asamblea el relieve y la importancia primordial, devolviendo al pueblo cristiano su protagonismo de origen.

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