El Santo: El Canto Principal de la mesa Eucarística

«Toda la asamblea, uniéndose a las jerarquías celestiales, canta o recita el Santo. Esta aclamación, que constituye una parte de la Plegaria Eucarística, la pronuncia todo el pueblo con el sacerdote» (OGMR, 79b).

«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios... Cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial» (SC, 8)

El Santo, es un canto colectivo de toda la asamblea presente: celebrante, ministros, clero, pueblo y coral, en unión con la alabanza espiritual del mundo invisible, «unidos a los ángeles y a los santos, cantamos a una sola voz».

Esta pieza está unida orgánicamente dentro de la «Gran plegaria eucarística», cumbre de la liturgia, como una participación de toda la asamblea en el «sacrificio de alabanza» comenzado por el sacerdote en el prefacio. Cualquier esfuerzo pastoral de participación en la liturgia por medio del canto comienza por el Santo.

Esta pieza sobrepasa a todas las demás del Ordinario en dignidad e importancia.

Su texto bíblico hace que sea un himno particularmente sagrado y - junto con el salmo responsorial, que es también un texto bíblico -, es el más antiguo de nuestros cantos de la misa. Suprimir el texto bíblico, reducirlo o sustituirlo por un canto cualquiera, aunque sea de alabanza, es de los fallos más garrafales de la liturgia.

Después de su evolución literaria definitiva, se presenta con una gran perfección de formas y constituye una pieza maestra en torno a la cual se articulan el Prefacio y el Canon.

Por su género literario, entre la oración y el himno bendicional de alabanza y de acción de gracias, el Prefacio con el que comienza la Plegaria eucarística se debería cantar siempre, así como también, por lógica consecuencia, el Santo y el Bendito, la aclamación jubilosa, unánime y solemne con que el Prefacio termina. 

Con este trisagio, epinicio o canto de triunfo, himno de gloria, canto de serafines, como se ha llamado, toda la asamblea se une a las jerarquías celestes en liturgia cósmica ante el Señor del universo. Ya no sólo la tierra, sino también el cielo está lleno de la majestad de su gloria. Por eso vitoreamos: «¡Hosanna!».

El Santo, junto con el Salmo responsorial, es el principal de los cantos del Ordinario, es decir, de la Misa. Es la primera intervención de la asamblea en la Plegaria eucarística.

HISTORIA DEL SANTO
El Santo tiene una herencia más o menos indirecta de la alabanza judía, que lo utilizaba en el oficio de la mañana. El primer testimonio de su inclusión en la Misa lo encontramos en el «Eucologio» de Serapión (hacia el 350). La incorporación del Sanctus a la Misa es tan remota que figura en todas las liturgias. El segundo testimonio de su inclusión en la Misa lo encontramos en las Constituciones Apostólicas (hacia el 380).

De origen oriental, parece datar de fines del siglo II, pero antes de ser aceptado por la liturgia estaba muy en uso en la piedad privada, como himno en honor a Cristo.

El texto es muy antiguo y se inspira en Isaías 6,3. La expresión «Dios de los ejércitos» se cambió por «Dios del universo» con gran acierto. El Benedictus está inspirado en Mateo 21,9; éste, a su vez, se inspira en el salmo 117,26, uno de los salmos que forman parte del Hallel, por lo que se puede considerar que fue cantado por Cristo en la última cena; razón más que suficiente para considerarlo el más antiguo de los cantos de la Misa.

En los pueblos jóvenes del norte, el júbilo con que cantaban este texto dio motivo a la utilización de instrumentos músicos. Y aquí es donde se menciona por primera vez el órgano. Su función en el Sanctus debió de ser algo más que acompañar sencillamente el canto. Fue instrumento para dar expresión alborozada de alegría. Muchos autores de la Edad Media hacen notar que el órgano intervenía en la aclamación del Sanctus.

El primer testimonio del Benedictus enlazando con el Sanctus se encuentra en Cesáreo (+ 542). En el siglo VII se incorpora al Sanctus, colocándose en el siglo XV después de la consagración, pues la polifonía se había extendido mucho en la primera parte del Sanctus. Esta extensión excesiva de la polifonía hizo que el Benedictus se convirtiera en otro canto, desdoblándose o desvirtuándose el rito del Sanctus.

El Benedictus se colocaba después de la consagración, convirtiéndose en un canto de recogimiento y meditación, un canto de adoración eucarística. Así lo atestiguan muchas misas polifónicas desde el siglo XV hasta nuestros días.

No es de extrañar que San Pío X, que no permitía alterar el orden de los textos, establecido taxativamente por la liturgia, permitiera en el Motu Proprio (1903) cantar un motete al Santísimo Sacramento después del Benedictus:
«Pero es permitido, conforme a la costumbre de la Iglesia romana, cantar un motete al Santísimo sacramento después del Benedictus de la misa solemne o después del ofertorio».

Hoy ha vuelto a su lugar primero. El Santo es la pieza del Ordinario que durante más tiempo ha ofrecido resistencia a la evolución neumática y a la polifonía. En el siglo XII era aún un canto del pueblo. Después del siglo XII pasará a ser un canto del clero y, después, de la schola. Pero tardó un siglo más que el Kyrie en dejar de ser un canto del pueblo.

EL TEXTO DEL SANTO
«Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del Universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo.
Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo».

La liturgia ha dado unos audaces retoques al texto de Isaías y lo ha amplificado en su versión liturgica definitiva. Hermosa pieza lírica que contiene una soberbia riqueza literaria y una perfección de forma, y la ha situado en el corazón mismo de la Plegaria Eucarística, uniéndose la Iglesia terrestre a las miríadas de ángeles de la Iglesia celeste.

«Santo, Santo, Santo es el Señor»
Is 6,3 nos narra su visión. Yahvé se aparece a su siervo rodeado de gloria y majestad en el templo de Jerusalén; la cola de su manto real se extendía sobre la monumental escalera que bajaba del Sancta Sanctorum, y los serafines, seres de luz y de fuego. servían corno acólitos al trono divino. En su éxtasis, Isaías oyó la aclamación de los serafines:
«¡Santo, santo. santo. Yahvé Sebaot! Su gloria llena toda la tierra».

Liturgia de la tierra integrada en la liturgia del cielo. Cada celebración participa en la liturgia eterna de la Jerusalén celeste. En el canto del Santo de la más humilde de las misas de nuestras parroquias, es toda la gloria del cielo la que misteriosamente hace. irrupción en la tierra.

«Dios del Universo»
La expresión «Dios del Universo» es la más acertada. «Yahvé Sebaot» se traducía por «Dios de los ejércitos». Esta traducción hace referencia a los tiempos heroicos, cuando Yalwé marchaba a la cabeza de los ejércitos de Israel derrotando a los habitantes de los países cananeos. La fórmula «Dios de los ejércitos» tiene sabor a epopeya y a guerra.

La expresión «Yahvé Sebaot» se ha de interpretar en una perspectiva muy amplia. Más que a ejércitos terrenales, hace referencia a los ejércitos celestiales; los ángeles son los soldados del Altísimo (1 Re 22,19), las estrellas y los astros forman parte de los ejércitos celestiales (Jc 5,20),

«Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria»
La «gloria de Yahvé» expresa la presencia esplendorosa de Dios en medio de su pueblo. Por la encarnación de Jesús, esta gloria es vista por los hombres y habita definitivamente en medio de los hombres:
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» (Jn 1,14).
Las viejas traducciones latinas dudan entre majestad, gloria y claridad. El himno «Te Deum», que incorpora el Sanctus, amplía la traducción uniendo y poniendo al mismo nivel los términos majestad y gloria:
«Pleni sunt coeli et terra majestatis gloriae tuae».

El texto de Isaías, «su gloria llena toda la tierra», se ve amplificado por la traducción litúrgica: «Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria». La perspectiva es inmensa, pues la alabanza terrestre se abre a la alabanza del cielo; el cielo forma unidad con la tierra, lo humano con lo divino.

Así, el canto de los serafines se convierte en la eucaristía en el canto de la comunidad, que «a cara descubierta» (2 Cor 3,18) se dirige a Dios y le dice: «Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria». «Su gloria», en el canto de los serafines, era una constatación; «tu gloria», en la eucaristía, es una alabanza, una acción de gracias.

«Hosanna en el cielo»
Hosanna, literalmente, significa «¡Danos la salvación!», «¡Danos victorias!», «¡Salva!». Pronto perdió su significación prirnitiva y se convirtió en una aclamación muy popular. Los cielos (hebraísmo para designar a Dios), que reciben la aclamación de la comunidad reunida para la Eucaristía, hacen que sea Dios mismo quien escucha el canto de su pueblo.

«Bendito el que viene en nombre del Señor»
Al que entraba en el templo se le daba la bienvenida con el salmo 117: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». Este versículo tendrá después una lectura mesiánica. «El que viene» designa en los evangelios al mismo Cristo. Juan el Bautista preguntará a Jesús, sin necesidad de precisar más: «¿Eres tú el que viene?» (Mt 11,3; Lc 7,20).

Cristo es «el que viene». El Benedictus es el memorial de la triple venida de Cristo: «El que vino» en la humildad de nuestra carne en el misterio de su Encarnación; «El que viene» en su presencia sacramental en cada Eucaristía; «El que vendrá» en su venida escatológica al final de los tiempos. En la liturgia celeste del Apocalipsis, haciéndose eco del texto de Is 6,3, se canta esta triple venida:
«Santo, santo, santo es el Señor Dios todopoderoso, el que es, el que era y el que viene» (Ap 4,8).

Por tanto, en el «Benedictus qui venit» la oración de relativo podría traducirse por un participio activo o un adjetivo sustantivado: «El viniente», haciendo honor a Cristo en su oficio de venir constantemente al corazón de su pueblo.

Los prefacios de Adviento insisten en estas venidas de Cristo:
  • «Quien, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne... para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria...» (Prefacio I).
  • «El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento...» (Prefacio III).

CARACTERISTICAS MUSICALES DEL SANTO
El Sanctus es una aclamación-himno, una gran aclamación cantada. Por tanto, el canto no es algo secundario, sino consustancial con la aclamación.

El texto de Is 6,3, de donde está tomado el texto, nos habla de serafines en pie junto al Señor sentado en un trono alto y excelso. «Y se gritaban uno a otro diciendo: ¡Santo. santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!».

Ya en este primer Sanctus encontramos la aclamación-diálogo entre los serafines que se gritaban y respondían. Es un diálogo. La forma más apropiada es la de diálogo entre el coro y el pueblo, o bien la forma unisonal. reforzando con el coro y los instrumentos determinados momentos como el comienzo «Santo, Santo, Santo».

La polifonía no queda excluida en absoluto, sino todo lo contrario: unidas las voces a la voz del pueblo, las voces del coro pueden reforzar la voz de la asamblea, como desarrollarse en los «Hosanna en el cielo».

Esta polifonía vendrá a significar la sinfonía cósmica y celeste de los serafines que evoca el texto. La falta de sentido litúrgico consistiría en que esta aclamación, que es una aclamación unánime. se expresara únicamente por una coral, sin intervención del pueblo ni del presidente. 
San Cesáreo de Arlés insiste en ello: «que el mismo sacerdote cante unido a la voz de los demás: Santo, Santo, Santo con los santos ángeles y el pueblo de Dios».

El «Hosanna en el cielo», estribillo que concatena el Santo y el Bendito, tiene que ser destacadamente festivo y gozoso, jubiloso y viril, pleno de ritmo y expresión; así nos evocará los hosannas entusiastas de la entrada de Jesús en Jerusalén.

El canto del Sanctus es la aclamación de toda una asamblea santa que se asocia a la alabanza celeste (Is 6,3) y a la alabanza mesiánica (Mt 21,9).

Es un canto colectivo de toda la asamblea, que requiere una música llena y fuerte. 

Es un canto de la comunidad; el más admirable canto de unidad que conoce la liturgia eucarística: unidad de los mismos ángeles, unidad en el gozo común, unidad del cielo y la tierra, unidad de los hombres entre sí cantando a una sola voz, unidad de los ángeles y de los hombres que mezclan sus voces, asociándose a los ángeles, cantando sin cesar. 

Por tanto, al elegir un Santo hay que optar por aquella melodía que tenga fuerza y garra. La asamblea se tiene que sentir cómoda y gozosa al cantar, y sentirse la intérprete fundamental, aunque alterne con el coro.

Las exigencias del arte musical han de respetar y sujetarse al texto para evitar, por exigencias de las melodías, las excesivas repeticiones de una parte del texto.

Ningún canto celebra más la gloria y la majestad de Dios que el Santo. En el Gloria se celebra ciertamente la gloria de Dios, pero permanece, por así decirlo, en el umbral de la celebración. La gloria de Dios que canta el Santo se coloca en el corazón de la Eucaristía, en la Plegaria Eucarística. Por tanto, cualquier reforma musical que se quiera hacer en la Eucaristía ha de empezar por el Santo.

NOTAS CATEQUETICO - PASTORALES
  • El texto está tomado desde la visión de Isaías (Is 6). La Iglesia de aquí abajo y los Vivientes del cielo cantan a una sola voz; cantando el Santo, los fieles se sienten celebrantes de la liturgia eterna. No se hace otra cosa durante el canto: es el rito comunitario.
  • La voz que proclama la santidad de Dios se deshace de toda pretensión. Cantando el Santo, los fieles se llenan de esta santidad.
  • En conformidad con el anuncio de las maravillas de Dios, proclamadas en el Prefacio, el pueblo se inclina y pone en sus labios la palabra que ha oído en el silencio de la oración.
  • Los cantores no miran a la asamblea evitando así todo gesto que impida «mirar a Dios»; por el contrario, para llevar a la asamblea hacia el Santo, se inclinan en dirección al altar.
  • Prácticamente, la asamblea debe lanzar inmediatamente su aclamación, ya que el Prefacio afirma: «Cantamos a una sola voz».
  • Para que la asamblea sepa qué melodía debe cantar, es preciso que el repertorio sea el mismo durante cada tiempo litúrgico.
  • La asamblea dispone del tono, bien porque el prefacio es cantilado, bien por un breve y discreto preludio con que el instrumentista acompaña las últimas palabras del Prefacio.
  • Siendo el Santo un himno o cántico, conviene a su propia naturaleza que se haga cantado, por lo cual es preferible cantarlo siempre que sea posible; más aún, si algo se canta en la Misa, el primer canto en orden de preferencia ha de ser el Santo; pero ha de hacerse con la misma letra que figura en el Misal. No están permitidas de ninguna manera las adaptaciones del texto o paráfrasis al mismo.
  • «No es bueno sustituir el "canto del Sanctus", dentro de la plegaria eucarística, por otros cantos más o menos inspirados en el original: El Sanctus tiene una función muy específica de alabanza aclamatoria al Padre, evocándonos nuestra sintonía con los ángeles y los santos; por eso permanece siempre inalterable en todas las plegarias eucarísticas. Cambiar el texto supone casi siempre privar a la asamblea de esta intervención dentro de la plegaria solemne».

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