La Musica en el Nuevo Testamento

Nacidos en el seno de la primera comunidad cristiana, los libros del Nuevo Testamento no solo atestiguan la existencia del canto en la liturgia con las famosas y repetidas exhortaciones paulinas, sino que nos transmiten numerosos textos de himnos y cantos de la comunidad cristiana primitiva que expresan la fe de los tiempos apostólicos y forman parte de la trama y textura de los libros sagrados.

¿Cómo no iban a cantar los primeros cristianos y cómo no vamos a cantar nosotros en la Iglesia, si Cristo, «admirable cantor de los salmos» (iste cantator psalmorum), como le llama san Agustín, nos había dado ejemplo en su vida?
Entre los sinópticos, Lucas se distingue por haber tejido los relatos de la infancia de Jesús con los más bellos cánticos evangélicos: el Magnificat, el Benedictus y el Nunc dimittis (Cf Lc 1,46-55; 1,68-79; 2,29-32)
El nacimiento de Jesús lo anuncia el ángel a los pastores como «una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo» (Lc 2,10), y allí se inicia y nace uno de los himnos más antiguos del cristianismo, el Gloria in excelsis Deo, que sirvió de oración matinal en Oriente y llega más tarde a entrar en la celebración universal de la eucaristía: «Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor"» (Lc 2,13-14).
Las plegarias de Jesús Niño en casa y en la sinagoga de Nazaret fueron sin duda los salmos de Israel, tan citados en su predicación. A los doce años, con las caravanas peregrinas, cantaría los «graduales» de la subida a Jerusalén.
No pocas páginas de los evangelios que recogen con énfasis las ipsissima verba lesu tienen a la vez el encanto de la poesía más honda y los apoyos y recursos rítmicos para la música más inspirada. Así, por ejemplo, las bienaventuranzas, los ayes y el Padrenuestro.

Al canto y a la danza aluden con ironía las palabras que Jesús toma de los juegos de niños en la plaza: «Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado. Os hemos entonado endechas y no habéis llorado» (Cf. Lc 7,31).

En una ocasión mandó retirar a los flautistas y a las plañideras porque iba a resucitar a una niña (Cf. Mt 9,23-24).
Cuando evoca, en la reina de todas sus parábolas, la vuelta del hijo pródigo y el banquete organizado y celebrado por el padre, no se olvida del canto, inseparable de la fiesta: «El hijo mayor se hallaba en el campo y, cuando de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros» (Lc 15,25).

Las aclamaciones de la muchedumbre a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén: «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor y el Rey de Israel» (Jn 12,13), siguen resonando en nuestras eucaristías.

Ciertamente, Jesús cantó los salmos del Hallel (Cf. Mt 26,30). Es verosímil que, según la costumbre de los hebreos, cantara también la bendición y la acción de gracias de la cena pascual, en cuyo ambiente instituyó la eucaristía.

Por eso, la Plegaria eucarística, cumbre de la celebración de la misa, es normalmente cantada en todas las liturgias orientales.

Basta leer atentamente el canon para advertir su carácter lírico ya desde su inicio en el prefacio; lirismo y rítmica que vuelve a recuperar en la doxología final.
El canto, desde Jesús, está así injertado en el corazón mismo de la liturgia, ya en los orígenes, como gesto superlativo de alabanza y acción de gracias.

Pablo exhorta a las comunidades cristianas por él fundadas a expresar con el canto la plenitud de la Palabra y del Espíritu:
- «La Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza, instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3,16).

- «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,19-20).

Los Hechos de los Apóstoles nos narran cómo Pablo y Silas, presos en Filipos,
- «hacia la media noche estaban en oración cantando himnos a Dios; los presos les escuchaban» (Hch 16,25).

El mismo Pablo recomienda encarecidamente, en el contexto de los carismas, que el canto sea expresión lúcida y consciente a la que puedan asociarse los demás en la comunidad:
- «Cantaré salmos con el espíritu, pero también los cantaré con la mente» (1 Cor 14,15).

Junto a los salmos aparecen nuevas creaciones propiamente cristianas cuyos ecos se hallan dispersos en distintos lugares del Nuevo Testamento.
La primera carta de Pedro nos transmite cuatro himnos bautismales. Basten dos ejemplos:

- «También Cristo sufrió por vosotros dejándonos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2,21-25). 


- «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; quien, por su gran misericordia, nos ha reengendrado a una esperanza viva, mediante la resurrección de Cristo de entre los muertos» (1 Pe 1,3-5).

De la abundante floración de estos himnos que brotaron en la Iglesia primitiva quedan no pocas huellas en las cartas de Pablo: Ef 5,14; 1 Tes 5,16-22; 2 Cor 6,14-16; 2 Tim 2,11-13.

Abundan los himnos dirigidos directamente a Cristo como Flp 2,6-11; 6,15-16.

Entre todos los escritos del Nuevo Testamento sobresale el Apocalipsis, que nos presenta el canto y la liturgia del cielo con trasposiciones y rasgos descriptivos tomados de las asambleas cristianas.

El canto tiene capital importancia en esas visiones litúrgicas, centradas exclusivamente en la alabanza. Los himnos y aclamaciones constituyen la esencia misma de ese culto celeste en el que desemboca la historia.
Muchos de ellos se han integrado hoy en la Liturgia de las Horas.

Al Sanctus, cantado por los cuatro vivientes, responde el himno de adoración y alabanza de los veinticuatro ancianos que ponen sus coronas ante el trono de Dios:
«Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, porque por tu voluntad lo que no existía fue creado» (Ap 4,11).

La visión del Cordero y la apertura del libro de los siete sellos culmina en el «Cántico nuevo», entonado por los cuatro vivientes, los veinticuatro ancianos, los ángeles y la creación entera:
«Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra. Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap 5,9.10.12).

La muchedumbre de toda raza y lengua, vestidos de blanco y con palmas en las manos, cantan el Hosanna ante el trono de Dios y del Cordero. Los ángeles responden con un himno de adoración y alabanza:
«La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. La alabanza y la gloria, la sabiduría y la acción de gracias, el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 7,10-12).

Los capítulos 11,17-18 y 12,10-12 nos ofrecen otros himnos.

El número simbólico de los 144.000 reunidos con el Cordero sobre el monte Sión como templo, y solo ellos, cantan el cántico nuevo acompañándose de sus cítaras.
Es la realización anunciada en el capitulo 5: el nuevo pueblo sacerdotal con su Cabeza, Cristo, en el ejercicio final de la alabanza (Cf. Ap 14,1ss).

Los vencedores cantan el cántico de Moisés y el del Cordero sobre el mar de cristal (alusión al mar Rojo): «Grandes y maravillosas son tus obras...» (Ap 15,3-4).

Y al fin se canta el Aleluya, cántico nupcial que celebra las bodas eternas del Cordero:
«Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios... Aleluya. Llegó la boda del Cordero. Su esposa se ha embellecido» (Cf. Ap 19,1-7).

«Cántico nuevo» se llama al que se compone y estrena para dar gracias a Dios por una victoria (Cf. Jdt 16,13; Is 42,10).
En los salmos, en los que se repite hasta seis veces la expresión (Sal 32,3; 39,4; 95,1; 97,1; 143,9; 149,1), es el nuevo canto o poema ante el nuevo favor individual o colectivo, o ante la nueva contemplación de la continua presencia bienhechora de Dios.

En los escatológicos resuena el Cántico nuevo como anuncio y anticipo de la victoria definitiva de Dios con la definitiva salvación para su pueblo.
En el Apocalipsis, el Cántico nuevo es la realización de este anuncio, el epinicio o canto triunfal por el triunfo del Resucitado.

Inmerso en la radical novedad que aporta la venida de Cristo y su misterio pascual, el Cántico nuevo está en la línea del hombre nuevo, del mandamiento nuevo, la Alianza nueva y el universo nuevo:
«He aquí que yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

El Apocalipsis expresa por doquier esa novedad escatológica:
- cielos y tierra nuevos (Cf. Ap 21,1),
- nueva Jerusalén que desciende de lo alto (Cf. Ap 3,12; 21,3),
- nombre nuevo que de Dios reciben los vencedores (Cf. Ap 3,12) y
Cántico nuevo, el último de la historia, el cántico del futuro ya presente en las visiones de la liturgia, el canto universal de los redimidos, porque «el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4).

Los Padres ven en el Cántico nuevo, más que la dimensión escatológica, el símbolo de la nueva economía, del hombre nuevo regenerado en Cristo, el canto del peregrino hacia la patria. Solo puede ser cantado por el que ama.

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