En este diálogo vivo entre Dios y su pueblo, que es anuncio eficaz de la Palabra y respuesta gozosa de la fe, el ministerio del lector aparece como un servicio de mediación, en el que la función del que lee consiste en hacerse mensajero y portavoz de la Palabra de Dios.
El lector litúrgico es el último eslabón para que la Palabra de Dios llegue al pueblo, ofreciendo su voz y sus recursos de interpretación para que en ellos se realice esa especie de última encarnación o morada de la Palabra entre los hombres.
Como dice san Agustín: "Por condescendencia con nosotros, la Palabra ha descendido a las sílabas de nuestros sonidos" (Enarr. in Ps. 103, serm. 4,1; CCL 40, p. 1521); en este mundo la Palabra se nos da "en letras, en sonidos, en códices...: en la voz del lector y del homileta" (ib., Serm. 3,3; ib., p. 1501).
El lector participa, en cierto modo, de la misión profética de aquellos que han sido llamados, como sucesores de los Apóstoles, para enseñar a todas las gentes y predicar el Evangelio a toda criatura (cf. LG 24; 31; AA 2). En el contexto del ministerio profético, el lector aparece como un signo vivo de la presencia del Señor en su Palabra.
"Por amor a esta Palabra y por agradecimiento a este don de Dios, el lector litúrgico tiene que hacer un acto de entrega y un esfuerzo diligente. Si su voz no suena, no resonará la Palabra de Cristo; si su voz no se articula, la Palabra se volverá confusa; si no da bien el sentido, el pueblo no podrá comprender la Palabra; si no da la debida expresión, la Palabra perderá parte de su fuerza. Y no vale apelar a la omnipotencia divina, porque el camino de la omnipotencia, también en la liturgia, pasa por la encarnación" (L.A. SCHÓKEL, Consejos al lector: "Hodie" 17, 1965, p. 82).
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